La Cazadora by Kate Quinn

La Cazadora by Kate Quinn

autor:Kate Quinn [Quinn, Kate]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-02-26T00:00:00+00:00


* * *

—¡Estrellas rojas!

El grito se elevó en los barracones y todas se pusieron a hacer reverencias como si tres zarevnas hubieran vuelto al regimiento.

—¡Es gracias a vosotras! —gritó Nina por encima del tumulto—. ¡El camarada Stalin me concedió la estrella roja porque le gustó mi nuevo pelo!

—A mí me gusta tu nuevo pelo —le dijo Yelena en el cobertizo más tarde, cuando pudieron escabullirse para estar a solas.

Estaban tumbadas en el rincón del fondo, Yelena con la espalda pegada al pecho de Nina. Prendida al cuello de su camisa había una rosa seca arrancada de una de las coronas que había detrás de la urna de Marina Raskova, el único recuerdo de Moscú que Nina había tenido tiempo de llevarse.

—Te sienta bien ser rubia, Ninochka. Te hace destacar, y tú debes destacar.

—Entonces lo llevaré siempre rubio para ti. —Nina le hizo inclinar la cabeza hacia atrás y le dio un largo beso. El aliento que se les escapaba formaba nubes blancas en el aire gélido—. ¿Me has echado de menos?

—¡Ni un poquito! Zoya nunca intenta tirarse del ala. —Yelena sonrió y Nina le dio una palmada—. Viste a las chicas de los otros regimientos. ¿Qué contaban?

—Los otros dos regimientos son mixtos, ¿lo sabías? Hombres y mujeres. No quedó otro remedio, dijeron. El 588.º es el único que sigue siendo solo de mujeres.

—Ojalá siga así. Los hombres son unos flojos pilotando —dijo Yelena con desprecio—. Se van a comer entre bombardeos. ¿Cuándo fue la última vez que nosotras cenamos fuera de la cabina? No me extraña que nuestras cifras sean mucho mayores. —Se volvió para poder tocar la estrella de Nina y susurró—: ¿Y cómo era él?

No hacía falta preguntar a quién se refería.

—Bajito. ¡Y se da esos aires de grandullón!

—Lo que importa es su altura de espíritu, no su estatura. —Yelena sonrió—. Yo en tu lugar me habría desmayado.

Nina había oído esas expresiones de arrobo en boca de las demás, pero a Yelena las bufonadas y las contradicciones del Partido siempre la habían hecho sonreír.

—No es Dios, Yelenushka. Solo es otro saco de mierda del Partido vestido con traje.

Yelena se incorporó.

—No digas eso.

—En público no lo digo. No soy tonta. —Nina también se sentó—. No quiero que el furgón negro venga a buscarme.

—Pero ¿de verdad piensas esas cosas? —Yelena parecía horrorizada—. ¿Que el Secretario General es…?

—¿Un intrigante y un cerdo que pisotea al pueblo? —Nina se encogió de hombros—. Mi padre me lo ha dicho toda la vida. Decía lo mismo del zar, claro, pero…

—Exacto. Me dijiste que tu padre está loco como un jabalí atiborrado de vodka. Pensaba que no estabas de acuerdo con él en nada.

—Que esté loco no significa que se equivoque —respondió Nina espontáneamente—. Creo que el camarada Stalin es un farsante.

Yelena se acercó las rodillas al pecho.

—¿Qué quieres decir?

Nina pensó en la ciudad, toda engalanada en honor de Marina Raskova, a la que seguramente le habrían agradado mucho más las dulces voces de sus pilotos entonando el coro de los campesinos de Eugenio Oneguin, que habían cantado todas juntas una vez de camino a Engels.



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